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EL
ADULTO MAYOR: CUIDADO Y MALTRATO
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Gracias a los
adelantos de la medicina, dietas adecuadas, vida sana y ejercicios,
la edad promedio de la población ha aumentado considerablemente. Como
consecuencia directa, también ha aumentado
el número de habitantes de tercera edad que requieren la atención
directa, aumentando lógicamente el costo global de esta atención, que no
siempre puede ser asumido por el estado.
En este sentido
es importante optimizar y racionalizar los siempre escasos recursos
dirigiendo una atención digna y eficiente a las personas que
verdaderamente la necesitan.
Las personas de
tercera edad son actualmente una mayoría entre los usuarios de los
servicios de salud pública. Lamentablemente los profesionales no siempre
están capacitados en su atención adecuada, pues se dedican a este tipo
de atención por el azar, por la oferta del mercado laboral, generalmente
sin la debida especialización y conocimiento del proceso de
envejecimiento y la atención especial que requieren las personas
mayores.
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El trabajo con
personas de tercera edad requiere generalmente una vocación, compromiso
ético y dedicación especial por su contacto permanente con la
fragilidad, dependencia y cercanía a la muerte.
Se trata de
introducir en su actividad la reflexión sobre valores como el respeto a
la autonomía de las personas mayores, su derecho a una asistencia sin
discriminaciones, la obligación moral de proteger a los más débiles,
etc,
Y todo ello
desde la convicción de que un adecuado manejo de los valores, no sólo
les ayudará a mejorar la calidad de su práctica profesional, sino
también a aumentar su satisfacción personal en el trabajo.
LAS
PERSONAS MAYORES Y SU DIGNIDAD
Los seres
humanos en general y los de tercera edad en particular debemos
reconocernos como miembros de una especie dotada de dignidad,
reconociendo en cada ser humano valores intrínsecos sin discriminación
por edad, raza, sexo, nacionalidad, color, religión, opinión política o
por cualquier otro rasgo, condición o circunstancia individual o social,
con derechos aplicados en forma recíproca.
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Debemos
reinvindicar una mayor protección al adulto mayor por la vulnerabilidad
que presenta.
Los conceptos
de dignidad y respeto son reconocidos como fundamentales por las
personas mayores, aunque desgraciadamente, con frecuencia, les resulta
más fácil hablar de su carencia. La falta de respeto es generalmente
la forma más dolorosa de maltrato hacia los mayores.
Cuando se habla
sobre la dignidad, las personas mayores la relacionan generalmente
con:
-El derecho a
ser tratados como iguales al margen de la edad.
-El derecho a
elegir cómo y donde quieren vivir, ser cuidados y morir.
-El derecho a
tener el control en las decisiones sobre su salud.
-El derecho a
mantener su autonomía e independencia sin sentirse solos o como una
carga para la familia.
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Además,
consideran que su dignidad se ve vulnerada cuando:
-Se les excluye
de las conversaciones.
-Se les trata
de forma impersonal.
-Se les trata
como a niños.
-Se dirigen a
ellos con términos como “cariño”, “amor”, etc.
-No se cuida su
intimidad al lavarles o esta actividad la realizan personas de distinto
sexo.
-Son
higienizados y atendidos sin que se les dirija la palabra.
-Al levantarles
enseñan su desnudez a extraños.
-Se les viste
mal, les abrochan mal los botones, etc.
-Son obligados
a realizar determinadas actividades a las horas que les imponen.
-Se mueren en
soledad.
Si bien es
importante respetar los derechos de las personas mayores, no olvidemos
que la ética de los mayores no puede ser únicamente una ética de
derechos, sino una ética de responsabilidades, cuidados y afectos.
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ÉTICA
EN EL CUIDADO DEL ADULTO MAYOR
Si bien la
medicina ha aumentado la esperanza de vida, a medida que esta avanza
también aumentan las enfermedades crónicas y discapacidades que precisan
de ayuda y cuidados.
En las
situaciones de dependencia, cuando hay sufrimiento o se acerca la
muerte, es cuando más claramente se entrelazan los problemas médicos con
los sociales, económicos, familiares o afectivos. El cuidado implica dar
respuestas adecuadas y exige conocer y poner a disposición de las
personas mayores y sus familiares, los servicios asistenciales y
sociales que les puedan ayudar a enfrentarse a la diversidad de
problemas que se les plantean.
Los
profesionales que se dedican a ayudar no pueden conformarse con no ser
negligentes, tienen la obligación moral de ser diligentes y tender a la
excelencia, una aspiración que habrá de cultivarse en la relación que
establezcamos con la persona mayor y en la habilidad para dar soluciones
a sus problemas cotidianos.
La excelencia
nos la jugamos en cosas tan sencillas como escuchar a los mayores,
llamarles como les guste ser llamados, comunicarse con ellos, sentarse
cerca, coger su mano si lo desean, vestirles dignamente, cerrar una
cortina para respetar su intimidad, etc., en definitiva, considerarles y
tratarles como personas, transmitiendo humanidad, humanizando la
asistencia. Humanizar la asistencia es introducir en ella el mundo de
los valores, tenerlos en cuenta.
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Muchas son las
cosas que hay que mejorar en la asistencia sociosanitaria, pero en lo
referente a los profesionales, quizás lo más apremiante, y lo más
difícil, sea intentar cambiar ciertas actitudes y hábitos que, amparados
unas veces en la organización de las instituciones en que trabajan y
otras en el corporativismo o en el “siempre se ha hecho así”, se siguen
manteniendo, a pesar de que no estaríamos dispuestos a defenderlos
públicamente
COMODIDAD DEL PACIENTE VS. COMODIDAD DEL CUIDADOR
Estamos
obligados a no causar daño a la persona mayor ni a sus familiares
en el orden físico o emocional, lo que se traduce en la práctica diaria,
en la obligación de realizar aquellas cosas que están indicadas y evitar
hacer las que están contraindicadas.
Es común la
historia de un paciente octogenario con demencia avanzada, que es
remitido desde atención primaria a un hospital de agudos por fiebre y
dificultad para tragar, es ingresado, se le coloca una sonda
nasogástrica para alimentarle, una sonda urinaria y una vía intravenosa
para tratamiento antibiótico, etc. Es relativamente frecuente que tras
curarse la infección, la sonda nasogástrica se deje puesta, el paciente
se la arranque, se le sujeten las manos para evitar nuevos intentos y
ante su probable agitación se prescriba un tranquilizante. No es inusual
que aparezcan o empeoren las úlceras por presión o escaras y que ante el
deterioro progresivo de su estado general sea remitido a un centro
socio-sanitario de larga estancia donde probablemente, termine sus días
con la sonda puesta.
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Obviamente, la
indicación técnica de las intervenciones descritas tendrá que ser
valorada de forma individual para cada paciente. Lo que nos interesa
aquí es preguntarnos si los profesionales que intervienen en esta
historia se han parado a pensar en las implicaciones éticas y en si
realmente su actuación estaba indicada, o simplemente se han dejado
llevar por la rutina asistencial y la intención de curar, olvidándose de
cuidar.
La alimentación
por sonda nasogástrica no puede considerarse un cuidado sino un
tratamiento, y como tal, debe valorarse si está o no indicado y si es
proporcional y adecuado a la situación biológica de cada paciente.
Dado que la
sonda resulta incómoda para el paciente y no está exenta de riesgos, no
parece fácil justificar un uso tan frecuente, salvo que atendamos a la
comodidad de los cuidadores más que a la de la persona cuidada.
Donde no caben
dudas es en la obligación de procurar el alivio de los síntomas y el
mantenimiento del confort del paciente. Realizar actuaciones destinadas
a prolongar la vida de estos pacientes, sin asegurar los cuidados
básicos, puede hacernos caer en la obstinación terapéutica y resultar
maleficentes.
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El respeto a la
intimidad, ya lo hemos visto, es una de las mayores preocupaciones de
las personas mayores. Sin embargo, seguimos considerando “normal” que en
hospitales y centros sociosanitarios se les pongan camisones que solo
cubren la parte delantera de su cuerpo, se les lave o hagan sus
necesidades sin cerrar una puerta o entrando y saliendo gente de la
habitación, etc. Excusarnos en las trabas organizativas, la escasez de
personal o las prisas, no facilita el cambio de hábitos. Tenemos que
hacer autocrítica y valorar que estamos ante personas dependientes que
sufren por el hecho de tener que ser lavadas o vestidas por otros y que
no han renunciado a su derecho a la intimidad, sino que lo ejercitan
“permitiendo” que accedamos a ella porque confían en nosotros y esperan
que seamos sensibles y la respetemos.
Tenemos la
impresión de que el paternalismo mantiene toda su vigencia en la
relación de los profesionales con las personas mayores y esto no sólo
dificulta la promoción de su autonomía sino que favorece su
infantilización.
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No negamos que la autonomía de los mayores dependientes
puede verse razonablemente limitada al tener que adaptarse a los
proyectos de vida de los familiares que les cuidan, pero esto no
justifica que se les informe de procedimientos, tratamientos o ingresos,
cuando unos y otros han tomado ya decisiones por ellos. Quizás esta
actitud tenga que ver con que frecuentemente confundimos su incapacidad
para realizar las actividades de la vida diaria con la incapacidad para
tomar decisiones.
La
planificación anticipada de la atención al final de la vida, de eso
hablamos, debe incorporarse como una actividad más de los profesionales
en los centros sociosanitarios y en la atención primaria. Además de
promover la autonomía moral del paciente y aumentar su sensación de
control, estaremos mejorando el proceso de toma de decisiones y
disminuyendo la incertidumbre, que tantas veces nos atenaza cuando
desconocemos qué hubiera deseado la persona mayor en su final.
El
principio de Justicia
El principio de
justicia obliga moralmente a no discriminar a ninguna persona por
razones sociales y a distribuir los recursos y la accesibilidad a los
mismos de forma equitativa, protegiendo a los más necesitados.
En los temas
relacionados con la distribución de recursos, siempre limitados, la
responsabilidad principal recae en políticos y gestores. Pero la
realidad impone que muchas veces los profesionales tengamos que decidir
sobre cómo repartir los recursos que la sociedad hace llegar a nuestras
manos y esta responsabilidad es ineludible. Nos encontramos con que si
queremos ser “justos” tenemos que ser eficientes en nuestro trabajo,
intentar hacerlo bien y con el menor coste posible y si queremos ser
equitativos debemos asignar recursos, en la parte que nos toque, a los
más necesitados.
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Estas
obligaciones nos deben hacer reflexionar sobre cómo realizamos
prescripciones de medicamentos o cómo utilizamos el material de la
planta, pero también sobre cómo gestionamos nuestro tiempo, si le
dedicamos más a las personas mayores que están peor o a las más
agradables y simpáticas. Esta reflexión debe extenderse a la
distribución de algunos recursos sociales que no siempre llegan a los
más necesitados sino a los mejor informados de la posibilidad de
obtenerlos o a los que más protestan. Si no interiorizamos estos
deberes, podemos estar contribuyendo a incrementar las desigualdades.
La
discriminación de las personas por razón de edad sigue siendo un hecho
habitual en nuestra sociedad que se refleja en algunas actitudes que
mantenemos los profesionales. Aunque oficialmente no se reconozca, en la
práctica muchos profesionales limitan el acceso de las personas mayores
a determinados procedimientos diagnósticos o terapéuticos, que incluso
han mostrado más eficacia en este grupo, sin más explicación que la de
encontrarse ante una persona de edad avanzada. La revisión de nuestros
prejuicios y hábitos en este terreno es inaplazable.
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El
Principio de Beneficencia
El principio de
beneficencia nos obliga a hacer el bien a las personas, procurándoles el
mayor beneficio posible y limitando los riesgos. Este principio ha sido,
y sigue siendo, la razón de ser de las profesiones socio-sanitarias. Lo
que ha cambiado es que hoy no se entiende la beneficencia si no va unida
al escrupuloso respeto de la autonomía de aquél a quien pretendemos
hacer el bien.
Muchas de las
reflexiones que podríamos hacer aquí las hemos hecho al hablar de la
ética del cuidado. Nos limitaremos a señalar dos campos que nos ofrecen
grandes posibilidades de mejora. La atención domiciliaria y el cuidado
del cuidador.
CONCLUSIONES
Nos encontramos
ante una sociedad que cada día envejece más y necesita profesionales
capacitados y dispuestos a cuidarla.
Las personas
mayores nos están pidiendo que les cuidemos. Quizás si nos atrevemos a
sentarnos a su lado y a escucharles, descubramos personas agradecidas,
deseosas de compartir sus experiencias y sus sentimientos, y llegaremos
a la conclusión de que trabajar con personas mayores puede ser y de
hecho lo es, muy gratificante.
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